Bailando bajo la lluvia radioactiva

Bailando bajo la lluvia radioactiva

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Un baile a distancia en una urbanización de Cheshire. REUTERS

 

¿Qué estaba haciendo usted la noche del 26 de abril de 1986? No sé dónde estaba ni qué hacía cuando mataron a Kennedy –era muy pequeño– y de la llegada del Apolo XI a la Luna solo recuerdo que mi abuelo se reía de nuestra ingenuidad por creernos ese montaje de los americanos: en la Luna, pero ¿estáis tontos?, nos decía. Tampoco me acuerdo, aunque es un acontecimiento mucho más reciente, de qué estaba haciendo cuando me llegó la noticia del atentado contra las torres gemelas. Y mentiría si dijese que aún sé dónde me encontraba el 26 de abril de 1986 cuando oí que había tenido lugar un accidente en el reactor nuclear de Chernóbil.

Pero sí recuerdo perfectamente lo que estaba haciendo justo una semana más tarde, el 3 de mayo. Entonces vivía en Bonn. Había ido con mi mujer y mis hijas a la orilla del río para ver El Rin en llamas, durante el cual varias ciudades ribereñas organizan un espectáculo de fuegos artificiales. Aunque había hecho buen tiempo por el día, por la noche empezó a llover. Acabamos empapados, pero no hacía frío.

Creo que oímos la noticia en el coche, de regreso a casa: lo que había caído sobre nosotros era lluvia radioactiva; los vientos dominantes la habían traído desde Ucrania. Se nos recomendaba ducharnos y lavar la ropa que llevábamos puesta. La banalidad de actos tan cotidianos como ducharnos y cambiarnos de ropa para eliminar la radioactividad me produjo una sensación de irrealidad, como si hubiese una desconexión entre lo que hacíamos y lo que sabíamos, entre la magnitud de la catástrofe y la insignificancia del gesto.

Luego otros gestos, otras pequeñas decisiones, fueron entrando a formar parte de la normalidad: mirar la etiqueta de algunos productos para saber su procedencia, evitando las avellanas turcas, altamente radioactivas, y la leche de Baviera porque las vacas se habían alimentado con el heno que recibió la lluvia de Chernóbil; intentar descifrar las etiquetas para saber si la mermelada que íbamos a comprar era una importación de Rusia. Consumir menos carne de vacuno.

Mientras tanto, las autoridades y las asociaciones de productores tranquilizaban, a veces mintiendo con desvergüenza, se contradecían, daban indicaciones de no consumir tal o cual producto, aunque insistían en que no era peligroso hacerlo (¿entonces, por qué nos decían que no lo consumiésemos?). Hubo quien compró detectores de radiactividad para medir la de los alimentos que adquiría. Y después… después pasó lo que pasa siempre: volvió aquello que antes llamábamos normalidad y nos olvidamos de todas las precauciones. El ser humano es así: lo que no puede percibir con los sentidos deja poca huella en él. Aunque sabíamos que los isótopos radioactivos se mantienen durante siglos en la tierra, pronto dejamos de pensar en cómo afectaban a nuestros alimentos.

Lavarse las manos; no tocarse la cara; mantener distancias. Otros gestos banales que parecen ridículos frente a la nueva catástrofe. Y que seguramente olvidaremos a medida que las noticias del coronavirus vayan desapareciendo de los periódicos, es decir, a medida que la enfermedad deje de ser excepcional para convertirse en una más. Sabemos que esos mismos gestos servirían para reducir los contagios de gripe, enfermedad que causa cada año miles de muertes, pero no pensamos en ellos. También la contaminación mata y no es noticia –salvo ahora, que parece haberse encontrado una correlación entre las muertes por coronavirus y calidad del aire–.

Y olvidaremos más cosas. Tras la catástrofe de Chernóbil recuperaron el impulso los movimientos antinucleares, como sucedió brevemente tras la de Fukushima. Luego pasamos a otros asuntos no más urgentes pero sí más visibles. Y me pregunto si volverán también a la invisibilidad los enfermeros mal pagados, los y sobre todo las cuidadoras en las residencias, personal de limpieza, toda esa gente que lleva mucho tiempo realizando tareas imprescindibles para que la sociedad funcione, en condiciones precarias, con contratos de explotación, con una inseguridad laboral creciente. Ahora valoramos su sacrificio, desearíamos que les pagasen y tratasen mejor, pero cuando la emergencia pase, el miedo se diluya en el día a día y hospitales, clínicas, empresas privadas y administraciones vuelvan a menospreciar, y a malpagar, su trabajo, probablemente nos lavaremos las manos, no para eliminar virus y bacterias, sino como forma de limpiar nuestra conciencia y esterilizar nuestra memoria.

José Ovejero

Escritor. Coordina la sección de Cultura de ‘La Marea’. Algunas de sus obras son ‘La ética de la crueldad’ (Premios Anagrama, Bento Spinoza y Estado Crítico), ‘La invención del amor’ (Premio Alfaguara), ‘La comedia salvaje’ (Premio Gómez de la Serna), ‘La seducción’ y ‘Mundo extraño’. Su última obra publicada es ‘Insurrección’.

José Ovejero

One Comment on “Bailando bajo la lluvia radioactiva

  1. No le conocía. Está bien. Merçi

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