EN BUENAS MANOS

<p>Personal de limpieza de Metro de Madrid desinfecta un vagón.</p>
Personal de limpieza de Metro de Madrid desinfecta un vagón. Comunidad de Madrid

Está ocurriendo algo escandaloso. Se está proponiendo restringir el derecho de la gente a mentir. ¿Es acaso un derecho mentir? Fundamental. O, mejor, fundacional. Más importante aún que el de reunión, asociación o libre circulación. No hay literatura sin mentira, ni tradición, ni religión, ni historia. El lenguaje humano está construido sobre la mentira. Otros primates tienen sonidos instintivos para expresar placer, reconocimiento mutuo o sorpresa por la presencia de alimentos. Y ahí empieza el lenguaje, el día que un primate encontró comida y un egoísmo primario se impuso a su instinto de pregonarlo a los cuatro vientos. No soltó el chillidito acostumbrado en esos lances. Eligió, de modo consciente, otro, uno que equivalía a “se quedó buena la tarde”. Luego el axioma, el eufemismo, el doble sentido, la liturgia, el informe, la estadística y la sintaxis retorcida para hacer más indescifrable la verdad. No nos importa la verdad del mundo, nos importa el relato que de él nos contamos. ¿Por qué iba nadie a querer prohibir la mentira?

La mentira ha formado parte íntima del devenir de las civilizaciones, ha estado en sus narrativas fundacionales y en el origen de sus desmoronamientos. La verdad, mientras tanto, ha quedado para el ámbito doméstico, arrumbada en las conciencias, en las manos que de verdad levantaban las ciudades, segaban las espigas, ordeñaban las cabras y lavaban las sábanas en el río, ¿a quién le puede importar algo tan vulgar como la verdad? Quienes con más solemnidad apelaban a ella en realidad solo querían colocar en el mercado de las ideas una mentira más avanzada.

Pero la verdad perduraba en los vagones del metro, en las manitas infantiles que operan las máquinas de coser de las fábricas de Inditex, en la esperanza de las desesperadas, a salvo, a buen recaudo. En buenas manos. La verdad estaba fuera de peligro y ya vendría a imponerse cuando las manos que levantaron las murallas vinieran a derribarlas. ¿Qué prisa podría haber? Al fin y al cabo la mentira tiene las patas muy cortas, ¿no?

Si alguien publicaba un tuit diciendo que una exalcaldesa de avanzada edad tenía un respirador en la puerta de su casa por si el virus la atacaba, pues solo era una mentira que se integraba en una narrativa de mentiras de uso propio para quien trabaja con la mentira. La verdad no iba a resentirse por una cosa así. Si la exalcaldesa de avanzada edad respondía al mentiroso desde el estupor lógico de quien se ve convertida en sujeto de un relato que no tiene nada que ver con la verdad pues ya con eso bastaba. Todo el mundo podía entender la motivación primera de la mentira, el alcance de sus patas cortas y todo el sentido de la historia. A otra cosa.

¿Pero qué pasaría si el mentiroso respondiera tergiversando las palabras de su víctima? ¿Qué pasaría si mintiera sobre lo ya mentido? ¿Y a dónde nos llevaría una deriva de relatos sobre relatos, narrativas sobre narrativas, metamentiras? ¿Y si los mentirosos reconocidos se escandalizaran al oír la voz tímida de la verdad asomando entre el desastre y la señalaran gritando “mentira”? ¿Y si plagiadoras reconocidas mintieran a diario en la televisión, colándose en el ámbito doméstico, en las arrumbadas conciencias, entre los dedos que operan las máquinas, que se agarran a las barras del metro y que lavan los cuerpos de quienes más y mejor mintieron antes?

¿Hay un equilibrio que salvaguardar entre la mentira de la plaza y la verdad de la casa? ¿Necesitamos la mentira de la foto trucada para entender la verdad de unas cifras espeluznantes?

Yo no temería por la verdad, a lo mejor soy una ilusa, pero no creo que le vaya a pasar nada. En su momento emergerá de entre los deditos que operan en las plantas textiles, los que teclean en las terminales que ordenan el big data, los que dejan en las casas los pedidos que trajeron en la bici, los que podan, barren, sueldan, limpian, conectan, aploman, cablean, frotan… emergerá con toda su luz dejando obsoletas las narrativas. Y abonando el futuro para otras nuevas.

Alicia Ramos

Alicia Ramos (Canarias, 1969) es una cantautora de carácter eminentemente político. Tras Ganas de quemar cosas acaba de editar Lumpenprekariat. Su propuesta es bastante ácida, directa y demoledora, pero la gente lo interpreta como humor y se ríe mucho. Todavía no ha tenido ningún problema con la Audiencia Nacional ni con la Asociación Española de Abogados Cristianos. Todo bien.

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