Dos cosas me habían impresionado en especial durante las dos visitas previas que había hecho a Kropotkin: su ausencia de resentimiento hacia los bolcheviques y el hecho de que nunca hubiera aludido a sus apuros y privaciones. Solo entonces, mientras la familia se preparaba para el funeral, me enteré de algunos detalles de su vida bajo el régimen comunista. A comienzos de 1918, Kropotkin había reunido en torno a él a algunos de los especialistas más capaces en política económica. Su intención era realizar un meticuloso estudio de los recursos de Rusia, reunir su exposición en monografías y llevarlos a la práctica durante la reconstrucción industrial del país. Kropotkin era el editor al cargo del proyecto. El primer volumen estaba listo, pero nunca llegó a ser publicado. La Liga Federalista, nombre por el que era conocido este grupo de científicos, fue disuelta por el Gobierno y todo el material confiscado.
En dos ocasiones fueron requisadas las viviendas de Kropotkin en Moscú, viéndose la familia forzada a buscar otro alojamiento. Fue entonces, después de aquellas experiencias, cuando los Kropotkin se mudaron a Dmítrov, donde el viejo Piotr se convirtió, en contra de su voluntad, en un exiliado. Kropotkin, cuya casa había reunido en el pasado lo más florido del pensamiento y las ideas de cualquier lugar, se veía ahora obligado a llevar la vida de un recluso. Sus únicos visitantes eran campesinos y trabajadores del pueblo y algunos miembros de la intelectualidad que tenían por costumbre acudir a él con sus problemas y desgracias. Él siempre había estado en contacto con el mundo gracias a un gran número de publicaciones, pero en Dmítrov no tenía acceso a esas fuentes. Sus únicos canales de información allí eran los dos periódicos gubernamentales, Pravda e Izvestia. También se encontró muy limitado en lo referente a su trabajo sobre la nueva Ética una vez se fue a vivir al pueblo. Se sentía mentalmente hambriento, lo que para él suponía una tortura mayor que la malnutrición física. Es cierto que le daban un payok mejor que al individuo medio, pero incluso así este resultaba exiguo para mantener sus debilitadas fuerzas. Afortunadamente, de tanto en tanto recibía, de muy distintas procedencias, ayuda en forma de provisiones. Sus camaradas del extranjero, así como los anarquistas de Ucrania, a menudo le enviaban paquetes de comida. En una ocasión, recibió algunos regalos de parte de Majnó, por entonces proclamado por los bolcheviques como el terror de la contrarrevolución en la Rusia meridional. Los Kropotkin sentían en particular la falta de luz. Cuando les visité en 1920, se consideraban afortunados por estar en disposición de tener una habitación iluminada. La mayor parte del tiempo, Kropotkin trabajaba bajo el titilar de una minúscula lámpara de aceite que casi le había dejado ciego. Solía pasar sus notas a máquina durante las breves horas del día, tecleando lenta y dolorosamente cada una de las letras.
Sin embargo, no fue su falta de comodidad lo que fue minando sus fuerzas. Fue la idea de que la Revolución había fracasado, los apuros de Rusia, las persecuciones y los rasstrels –los fusilamientos– sin fin, lo que convirtió los dos últimos años de su vida en una verdadera tragedia. Intentó hacer entrar en razón a los dirigentes de Rusia en dos ocasiones: la primera, protestando contra la supresión de todas las publicaciones no comunistas; la segunda vez, contra la bárbara práctica de tomar rehenes. Desde que la Checa había comenzado sus actividades, el Gobierno bolchevique había oficializado la toma de rehenes. Viejos y jóvenes, madres, padres, hermanas, hermanos, incluso niños, eran mantenidos como rehenes por el supuesto delito de alguien de su familia y del que a menudo no sabían nada. Kropotkin consideraba aquellos métodos inaceptables bajo cualquier circunstancia.
En el otoño de 1920, miembros del Partido Socialista Revolucionario que habían logrado salir al extranjero, amenazaron con represalias si la persecución comunista de sus camaradas continuaba. El Gobierno bolchevique anunció en su prensa oficial que por cada víctima comunista se ejecutaría a diez socialistas revolucionarios. Fue entonces cuando los famosos revolucionarios Vera Figner y Piotr Kropotkin enviaron sus protestas a quienes ostentaban el poder en Rusia. Señalaron que esas prácticas eran la peor mácula que podía caer sobre la Revolución Rusa, un mal que ya había provocado unos resultados terribles durante sus últimos coletazos: la historia nunca perdonaría ese proceder.
La otra protesta se llevó a cabo en respuesta al plan del Gobierno de «liquidar» todos los negocios privados del mundo de la edición, incluyendo los de las cooperativas. La protesta se dirigió a la presidencia del Congreso Panruso de los Sóviets, que por entonces estaba celebrando una sesión. Sería interesante resaltar que el propio Gorki, un funcionario del Comisariado de Educación, había enviado también una protesta parecida. En su queja, Kropotkin pedía que se prestara atención al peligro que una política como aquella supondría para todo el progreso, de hecho, para todo el pensamiento, e hizo hincapié en que un monopolio estatal de esas características prácticamente imposibilitaría el trabajo creativo. No obstante, las protestas no surtieron efecto. A partir de ahí, Kropotkin comprendió que era inútil recurrir a un gobierno al que el poder había enloquecido.
Durante los dos días que pasé en el hogar de los Kropotkin, conocí más detalles de su vida personal que durante todos los años que le había conocido. Ni siquiera sus amigos más próximos estaban al tanto de que Piotr Kopotkin era un artista y un músico de gran talento. Entre sus efectos, descubrí una colección de pinturas de mucho mérito. Amaba la música con pasión y había llegado a ser un músico de rara capacidad. Gran parte de su tiempo libre lo pasaba ante el piano.
Y ahora yacía en su sofá, en su pequeña sala de trabajo, aparentemente plácidamente dormido, con su expresión tan amable en muerte como lo había sido en vida. Miles de personas peregrinaron hasta la dacha de Kropotkin para rendir homenaje a aquel gran hijo de Rusia. Cuando sus restos fueron trasladados a la estación para ser conducidos a Moscú, todos los habitantes del pueblo asistieron al impresionante cortejo fúnebre para expresar su último y afectuoso adiós al hombre que había vivido entre ellos como amigo y camarada.
Y fueron los amigos y camaradas de Kropotkin quienes decidieron que serían las organizaciones anarquistas las que debieran hacerse cargo en exclusiva del funeral, de modo que a este fin se constituyó en Moscú la Comisión para el Funeral de Piotr Kropotkin, integrada por representantes de varios grupos anarquistas. El Comité envió un cable a Lenin, pidiéndole que ordenara la liberación de todos los anarquistas encarcelados en la capital, dándoles así la oportunidad de participar en el funeral.
Debido a la nacionalización de todo el transporte público, de los negocios de imprenta y demás, la Comisión para el Funeral organizada por los anarquistas se vio obligada a recurrir al Sóviet de Moscú para que este le permitiera llevar a buen puerto el programa del funeral. Habiendo sido privados los anarquistas de su propia prensa, la Comisión tuvo que solicitar a las autoridades la publicación del material relacionado con el plan del entierro. Después de discutir considerablemente, se logró el permiso para imprimir dos folletos y para publicar un boletín de cuatro páginas que conmemorara la figura de Kropotkin. La Comisión pretendía que la publicación fuera editada sin censura y declaró que su contenido estaría formado por apreciaciones sobre nuestro fallecido camarada, sin incluir cuestiones polémicas. Esta pretensión fue categóricamente rechazada. Al no tener otra opción, la Comisión se vio forzada a ceder, así que se enviaron los manuscritos a la censura. Para evitar la posibilidad de quedarse sin ninguna publicación conmemorativa a causa de las tácticas retardatorias del Gobierno, la Comisión para el Funeral resolvió abrir, bajo su responsabilidad, una imprenta anarquista que las autoridades gubernamentales habían clausurado. El boletín y los dos folletos se imprimieron en ese establecimiento.

En el centro, Emma Goldman dirigiéndose a los presentes en el entierro.